sábado, 22 de diciembre de 2007

Escribir y otros miedos

Desde hace ya algunos años, muchos desde mi perspectiva aún veinteañera, o sea, más o menos desde que tenía quince o dieciséis años, inventé en mi cabeza mi anhelo por ser escritora. Ese sueño adolescente fue motivado por la pluma de Gabo, de quien bebí en seguidilla una buena tanda de libros mientras escapaba de la pregunta constante de los 16 (y, no nos engañemos, también me la hago aún a los 23) de por qué no tenía yo un noviecito con quien estar comiendo helado en el unicentro. Pues en contrapeso me dio por leer libros, y así me leí muchos, uno detrás de otro. Cortázar más adelante reforzó este pequeño sueño de sentarme horas frente al papel (digital o físico) a recrear maravillosas historias inventadas en mi cabeza.

Ya han pasado algunos años desde que esa idea comenzó a rondarme la cabeza. Hoy tengo 23 años, ya tengo una carrera y me reconozco mucho menos segura de todo que cuando era una simple bachiller.

Soy capaz de afirmar a pie juntillas (linda frase que le leí alguna vez de Banedetti y qué alegría cuando uno logra plagiarse algo lindo y meterlo en una frase de uno aunque suene rarísimo en la voz propia). En fin, decía que soy capaz de jurar por este puño de cruces que no nací para hacer otra cosa sino para escribir.

Y cada noche, cada día me toca lidiar con lo peor de mi felipezco ánimo, de pensar muy a menudo que en vez de estarme sacando la pelusa del ombligo, en vez de estar hurgando las vidas ajenas en el facebook, debería aprovechar este momentito mínimo, privilegiado entre las horas laborables y de sueño, para escribir un par de líneas y ver qué sale.

Y, cómo no, claro que te escribo. Te escribo entonces, como ahora, de lo difícil que se me ha vuelto escribir. Porque a pesar de vivir en una ciudad donde se ven cosas fantásticas a cada minuto, cantantes de metro, diálogos inverosímiles en el metro, gente que viste distinto. A pesar de vivir en un país donde la prensa es un espectáculo diario en el que el presidente se pelea todos los días con un homólogo nuevo, o en un país donde hay una elección interdiaria, donde la gente abarrota los centros comerciales e intenta comprar con miles de tarjetas de crédito la vida que no puede tener. Tanto, tantísimo material para la imaginación y nada, sequía total y para qué hablar del Sahara.

Y qué diré entonces de mi vida personal. Quién como yo atesora historias que ya querría Delia Fiallo haber imaginado para nutrir su próximo éxito telenovelezco. Porque al final se trata de escribir, ya no me engaño como antes, pensando puristamente que había que escribir como Cortázar, mi problema es escribir, algo, aunque sea mal, pero al menos intentarlo. En fin, una retahíla de historias de amores desencontrados de despedidas para no volver en aeropuertos porteños, de amores imposibles a una cuadra de la casa y pare usted de contar. Pero también la certidumbre de que esta vida es un lugar común del tamaño de una casa y qué va uno a ponerse a escribir de que si-en-realidad-me- quiere sólo que todo es tan complicado y… Y entonces acudir a otro lugar común para explicar un lugar común: lo malo no son los temas sino los enfoques, la perspectiva desde la que se cuenta, el tono y el cristal con que se mira… ¿Fácil, no?

Y bueno, hasta aquí nos trajo el río, ya se secan de nuevo las palabras y tal vez nos encontremos en una nueva disertación desesperada acerca de por qué algunos nacen para escribir el nobel y otros para escribir autoayuda y algunos creen que pueden escribir pero en realidad no tienen tan siquiera el valor de intentarlo.

Escribir parte I

Todos los días he ido postergando el momento en que me encuentro de nuevo con mis letras (y no esas que me sirven para escribir el boletín aquel que ustedes saben o para responder correos, o para escribir la tesis o para endulzar algunos mensajes de texto).
Justo ahora sentía la satisfacción de abrir una carpeta nueva cuyo nombre ahora es “blog” y titular esta hoja primigenia de Word con la frase “Catarsis mágica”. Porque después de mucho tiempo y ojalá que la disciplina que me exijo para otros objetivos, como el haberme obligado a echarme manquesea un poquito de crema hidratante en los codos para no tener un plan de ejemplares al mejor estilo camionero, se traslade también a estos predios.

Y es que años atrás, en aquellos recientísimos tiempos de la adolescencia escribir era una pretensión de artista, de poetisa incomprendida. Hoy cuando apenas he probado las mieles y las hieles de la adultez escribir es un impulso urgente de darle un poquito de levadura al transcurrir diario. Es una promesa de no dormir sin haber atrapado alguna frase que valga la pena haber despertado (la de hoy fue la de una señora rubia llamada Laura Szchiman que inserta en un párrafo un poquito mayor dice así:

¿Qué cualidades reconoce en el gobierno de Kirchner?
- Hay una defensa de los derechos humanos que es alentadora. Pero discrepo con los métodos y eso sirve para recordarme que el diablo está en los detalles

Y esa última frase me pareció de una perfección inaudita. Recordé la flojera que me da limarme las uñas después de haberlas cortado y de súbito presentía el resoplar del cachudo amodorrado a mis espaldas.

Valdría la pena intentar otras catarsis como rescatar a Cortázar de la biblioteca y echar el cuento de nuestro encuentro. Disfrazar las crisis cotidianas de ficción y ver si algún personaje me refleja y coadyuva a mi psicoanálisis. Tal vez este primer intento de encontrar una mirada cómplice sea la búsqueda de un camino en forma de letra tan soñado como temido.